Era una tarde de domingo, de las de
palomitas y película de videoclub; el reloj de la Iglesia cercana a
casa daba las seis. De repente, algo ocurrió: sin saber cómo,
aquella película se había parado en la escena más terrorífica
imaginable.
El protagonista, en un vano intento de
proteger a su mujer, amarraba contra su pecho la cabeza de esta,
mientras el psicópata desprendía el resto del cuerpo de su lado; la
cabeza de la chica, todavía caliente, ofrecía una mueca de terror
que encoge el alma: sus ojos, de un negro azabache, parecía como si
fuesen a estallar, mientras la boca, abierta de par en par por el
esfuerzo de sus gritos, emitía el último aliento de la muchacha.
De repente, por la ventana, se podía
vislumbrar la luz acaecida por un rayo que, en contraste con el cielo
encapotado del atardecer de aquella tarde, ofrecía a la vista un haz
luminoso con el que se podía divisar todo el campo que no dejaba
aquella tarde ver el Sol.
Uno, dos, tres fueron los segundos que
antecedieron al estruendoso sonido del trueno, causa de aquel bello
haz luminoso que había contemplado solo tres segundos antes.
La tormenta me hizo desviar la atención
de la película, la cual seguía parada en aquella escena tan
horripilante que me provocó tal convulsión que hice rodar las
palomitas por toda la alfombra. Me puse a recogerlas. Seguía mirando
la escena, horrorizado, sin percatarme de que la luz de la ventana
cambiaba, y ahora una sombra me impedía ver con toda claridad los
rayos; pero yo no miraba a la ventana. Craso error el mío.
Mientras levantaba la mirada, veía que
todo había cambiado desde que la bajé: de repente, la ventana no
mostraba paisaje alguno, el sofá estaba ocupado por un encapuchado y
la televisión continuaba en la misma escena, última visión que mis
ojos recogieron, mi imago mortis se convirtió así en el retrato de
mi propia muerte.
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