martes, 30 de octubre de 2012

Tarde de peli y palomitas


Era una tarde de domingo, de las de palomitas y película de videoclub; el reloj de la Iglesia cercana a casa daba las seis. De repente, algo ocurrió: sin saber cómo, aquella película se había parado en la escena más terrorífica imaginable.

El protagonista, en un vano intento de proteger a su mujer, amarraba contra su pecho la cabeza de esta, mientras el psicópata desprendía el resto del cuerpo de su lado; la cabeza de la chica, todavía caliente, ofrecía una mueca de terror que encoge el alma: sus ojos, de un negro azabache, parecía como si fuesen a estallar, mientras la boca, abierta de par en par por el esfuerzo de sus gritos, emitía el último aliento de la muchacha.

De repente, por la ventana, se podía vislumbrar la luz acaecida por un rayo que, en contraste con el cielo encapotado del atardecer de aquella tarde, ofrecía a la vista un haz luminoso con el que se podía divisar todo el campo que no dejaba aquella tarde ver el Sol.


Uno, dos, tres fueron los segundos que antecedieron al estruendoso sonido del trueno, causa de aquel bello haz luminoso que había contemplado solo tres segundos antes.

La tormenta me hizo desviar la atención de la película, la cual seguía parada en aquella escena tan horripilante que me provocó tal convulsión que hice rodar las palomitas por toda la alfombra. Me puse a recogerlas. Seguía mirando la escena, horrorizado, sin percatarme de que la luz de la ventana cambiaba, y ahora una sombra me impedía ver con toda claridad los rayos; pero yo no miraba a la ventana. Craso error el mío.

Mientras levantaba la mirada, veía que todo había cambiado desde que la bajé: de repente, la ventana no mostraba paisaje alguno, el sofá estaba ocupado por un encapuchado y la televisión continuaba en la misma escena, última visión que mis ojos recogieron, mi imago mortis se convirtió así en el retrato de mi propia muerte.

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